No
serà la primera vegada que s'escolta això que el meu cap té un caràcter molt
fort i quan les coses no surten bé em fot un bronca a la qual només queda
acceptar-la i aguantar-se. Sol anar acompanyada d'aquelles frases com: "No
et paguem per pensar", "Qui li ha donat permís per fer això?" o
aquesta de "agraeixi que com està la cosa té feina".
Tendim a queixar-nos davant d'aquestes situacions que solen ser cícliques i no ens adonem que en algunes ocasions, l'error no està en el que fa o diu l'altra persona sinó en el que fem nosaltres. Recordeu el triangle de Karpman que comentavem a l'últim taller? Comparteixo un article de Pilar Jericó titulat Cuidado con las ventanas rotas en nuestra vida publicat a El País.
“Me
ha humillado en público y no es la primera vez que lo hace”, me decía una
persona respecto a su jefe. Le había insultado a él y a varios de su equipo por
un trabajo que no estaba a su gusto. Sus gritos coléricos se habían escuchado
fuera de su despacho mientras el resto de compañeros clavaban sus ojos en el
ordenador, como si no pasara nada. El problema de lo que me contaba no
era solo el hecho en sí, totalmente reprochable, sino el tono con el que me lo
estaba narrando, con una desconcertante naturalidad. “Es habitual. Así nos
trata a todos cuando se enfada”. Y es ahí donde está el problema. No
podemos confundir lo habitual con lo normal. Si nos tragamos una ofensa,
sea en el trabajo, entre amigos o pareja, sin decir nada, estamos dañando una
parte esencial de nosotros mismos: nuestra dignidad. Posiblemente, en ese
momento es muy difícil poner límites sin correr el riesgo de un enfrentamiento
con la inevitable escalada en violencia y un posible despido con los problemas
que acarrea, pero al menos, después, con los ánimos calmados vale la pena
abordar el tema. Y si no es posible, al menos tomemos medidas como buscar otro
trabajo, elevarlo si es posible o poner límites en el ámbito del que se trate,
ya sea laboral o de pareja. No podemos encajar ofensas reiteradas pensando que
son normales, porque la psicología demuestra que una vez dado el primer paso,
“todo el campo es orégano”, como se dice tradicionalmente. Y un ejemplo de
ello, es la teoría de las ventanas rotas.
El
psicólogo social de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo llevó
a cabo en 1969 un interesante experimento que acabó siendo una teoría que
todavía hoy se estudia como forma de comportamiento. La primera parte de su
experimento tuvo lugar en el barrio neoyorkino de Bronx. En esa época la
delincuencia y la pobreza eran las características más destacables de esa
degradada zona donde Zimbardo decidió dejar un coche abandonado con
la placa de matrícula arrancada y las puertas abiertas. ¿Qué ocurrió? Pues,
efectivamente, lo que estaba previsto que sucediera: nada más abandonar a su
suerte aquel vehículo, hacia él se acercaron varias personas y comenzaron a
desvalijar todo lo que pudiera servirles hasta dejarlo casi en esqueleto. Hasta
aquí poco reseñable. Si abandonas un coche en una zona degradada, cuando
vuelvas no estará como lo dejaste… casi ni haría falta hacer la prueba.
Pero
lo interesante del experimento llega cuando Zimbardo realiza la misma operación
en un barrio rico y tranquilo. Mismo vehículo, pero cerrado y abandonado en
Palo Alto, California. Nadie se acercó durante siete días. Los acomodados
vecinos de la zona lo respetaron escrupulosamente, pero Zimbardo no se conformó
y decidió dejar el coche en peor estado. Lo golpeó en varias partes, entre
ellas las ventanas, que dejó rotas (de ahí el nombre de la teoría). ¿Qué
ocurrió? Exactamente lo mismo que en el Bronx. En tiempo récord el coche quedó
desvalijado por completo.
De
“La teoría de las ventanas rotas” se desprende que no depende de la renta, sino
de otras circunstancias psicológicas, el hecho de que nos animemos a traspasar
los límites cívicos. Si dejamos una pintada en nuestra fachada y no la
limpiamos, a los pocos días se llenará de muchas más. El primer paso atrae a
los siguientes. Si no actuamos correctamente en nuestras relaciones sociales,
poco a poco asumiremos esos comportamientos como normales y romperemos muchas
más “ventanas” sin que el cargo de conciencia haga acto de presencia. Y todo
ello ocurre en muchos otros órdenes de la vida: corrupción, abusos en los
colegios, degradación de las ciudades o nacimiento de regímenes totalitaristas,
como sucedió en la Alemania nazi cuando millones de personas asumieron de
manera natural una situación que hoy se estudia con horror. Esas ventanas
rotas, esos cristales rotos, dieron paso a una situación bárbara admitida con
naturalidad por millones de personas. Pero no todo el mundo cayó en esta locura
colectiva. Todos podemos elegir, tenemos la capacidad de poner límites y no
seguir la corriente, como hizo el obrero August Landmesser
donde aparecía con los brazos cruzados en mitad de cientos de
personas que realizaban el saludo nazi.
Ir
de héroe en determinados contextos es peligroso, sin duda. Pero aprender a
poner límites en nuestras relaciones personales tanto de amigos o de familia no
lo son tanto. Si transigimos una vez, se corre el riesgo de que el otro
piense que hay posibilidad de romper muchas más “ventanas”, utilizando la
metáfora. Como sociedad tenemos que aprender a decir “basta”, a no dejarnos
llevar por la corriente y a arreglar nuestras ventanas en nuestro pequeño
ámbito. Servirá como grano de arena y, aunque la cosa siga parecida, al menos
podremos vivir con la serenidad que otorga la honradez y la dignidad… y que el
‘sabio de Baltimore’, el escritor Henry-Louis Mencken, definió como “una manera
de vivir en la que puedas mirar fijamente a los ojos de cualquiera y mandarlo
al diablo”.
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