Les comparacions poden servir per aprendre. Algunes vegades per valorar el que tenim i altres ens pot servir com a punt de referència per millorar. Encara així, em penso que tots i totes sabem, que utilitzem les comparacions normalment d'aquellla manera tòxica que no aporta res positiu per nosaltres. Us deixo un article de la periodista i coach Irene Orce, publicat a La Vanguardia fa unes setmanes i que titula Adictos a la comparación.
“Algunas
personas sienten la lluvia. Otras, simplemente se mojan”, Bob Marley
La
comparación es una amante peligrosa. Sutil y manipuladora, tiene la
capacidad de distorsionar la visión que tenemos de nosotros mismos y del mundo
que nos rodea. Cuando entra en escena, egocéntrica y extremadamente
crítica, nos arrastra a una rueda de constante insatisfacción. Nos desgasta y
nos vacía, privándonos de tranquilidad y bienestar. Es entonces cuando
nada de lo que somos, hacemos o tenemos parece ser suficiente. A golpe de
lengua viperina envenena nuestras relaciones y multiplica nuestro
malestar. Nos distancia de los demás y teje una burbuja a nuestro
alrededor que únicamente refleja nuestra inseguridad. Para muchos es una
adicción, tan irresistible y destructiva como cualquier droga. Y si lo
permitimos, puede llegar a consumirnos.
En
cualquier situación y ante cualquier persona, incluso tras sólo cruzar un par
de frases, se amontonan en nuestra mente oleadas de pensamientos del
tipo “Es más alto, más bajo, más guapo, menos divertido, más delgado, más
inteligente…que yo”. No en vano, toda comparación necesita de un punto de referencia,
y por lo general, nos utilizamos a nosotros mismos como medida. Lo único que
logramos al actuar bajo esta premisa es distorsionar nuestra propia
imagen hasta destrozar nuestra autoestima. Especialmente porque solemos
compararnos más a menudo con aquellas características del otro que juzgamos
‘mejores’, y a restarle importancia a aquellas que no lo son tanto.
Además, cuando nos comparamos somos más propensos a ponernos a la defensiva, a
sentirnos más susceptibles y por lo tanto es más fácil que
reaccionemos negativamente. Es uno de los tóxicos efectos secundarios de la
droga de la comparación.
Si
aspiramos a construir relaciones sanas con nuestro entorno y con nosotros
mismos, tenemos que empezar a comprender cómo funciona y aprender a regularla.
Es el primer paso para minimizar sus efectos, brindándonos la oportunidad de
hacer las paces con nuestras carencias y áreas de mejora, nuestras
necesidades e inseguridades. Quizás no seamos perfectos, pero no logramos nada
castigándonos a través de la constante comparación. A menudo, somos nuestro juez más
severo y el verdugo menos compasivo. ¿Y qué conseguimos tratándonos así?
Tal vez sea el momento de cuestionarnos a dónde nos conduce el camino de la
comparación, y preguntarnos en qué persona nos convierte en el proceso.
Las gafas de la distorsión
“Los complejos vienen como pasajeros, nos
visitan como huéspedes y se quedan como amos”, Confucio
A
pesar de sus múltiples consecuencias, la comparación cumple con una función tan
básica como necesaria para nuestra supervivencia. Nos sirve como una
especie de brújula, guía o coordenadas, pues nos ubica en cualquier situación
en base a una evaluación de nuestro entorno. Nos da un marco de referencia para
interactuar con otros seres humanos. Sin duda, resulta útil. Pero para
muchos es también una tentación irresistible que, en exceso, se convierte en un
fruto envenenado.
La
comparación cuenta con abundantes efectos secundarios. Dos de los que
causan más estragos posiblemente sean el ‘complejo de inferioridad’ y el
‘complejo de superioridad’. Según la psicología, el complejo de
inferioridad es un sentimiento que provoca que una persona se sienta de menor
valor que las personas de su entorno. Por lo general, surge como consecuencia
de una visión distorsionada del propio ser. Esta circunstancia se da cuando la
persona se siente insuficiente cuando se compara con la imagen de lo
que cree que tendría que ser. A causa de la constante frustración que le genera
el creer que no está a la altura, gana en ansiedad y suma en
dificultades de relación.
En
este punto entra en escena la sugestión, un arma muy eficaz. Por poner un
sencillo ejemplo: si creemos que somos patosos, tenderemos más a tropezar y a
caernos. Nuestra mente es un instrumento poderoso que construye nuestra
realidad. Cuando tenemos complejo de inferioridad nuestras inseguridades se
multiplican, y en ocasiones nos vemos incapaces de lograr nuestros objetivos,
ya sean profesionales, académicos, o personales. Y cuando no logramos alcanzar
los estándares que consideramos aceptables, a menudo terminamos por tirar la
toalla. Perdemos interés, dirección, ganas y propósito. Esta realidad puede
desembocar en una permanente situación de desánimo y ansiedad que nos
dificulta interactuar con cualquier persona. De ahí que tendamos a evitar
cualquier tipo de responsabilidad.
Por
otra parte, el acuñado como ‘complejo de superioridad’ por Alfred Adler es un
mecanismo que desarrollan algunas personas para compensar sus propias carencias,
inseguridades y sentimientos de inferioridad. Optan por magnificar sus propias cualidades,
desestimando los logros ajenos. Y también por minimizar sus propios defectos,
mirando hacia otro lado cuando hacen acto de presencia. Tienen una visión tan
distorsionada de sí mismos que pierden contacto con la realidad, lo que empobrece
sus relaciones y les convierte en personas de difícil trato. Destacan por su arrogancia y
prepotencia. Suelen disfrutar de ser el centro de atención, y tienden a mirar
por encima del hombro. Temen fracasar, y se construyen su burbuja ficticia
para protegerse del mundo real.
Ambos
hijos del exceso de comparación, nos llevan a vivir una vida de marionetas,
sin control sobre nuestras reacciones, conductas y actitudes. Dos ejemplos de
cómo el reflejo de los demás en nuestra retina puede truncarnos la existencia.
Pero, ¿cómo podemos dejar de padecer bajo su maligna influencia? Y ¿de qué
manera podemos recuperar las riendas de nuestra propia vida? Damos por hechas
muchas cosas sobre nosotros mismos. Lo que nos gusta, lo que no soportamos,
aquello que admiramos, las metas que perseguimos. Pero casi nunca nos
damos la oportunidad de cuestionarnos si todas esas certezas absolutas que
tenemos sobre quiénes somos son auténticas.
Distancia y perspectiva
“He sido un hombre afortunado;
en la vida nada me ha sido fácil”, Sigmund Freud
Todos
partimos de un conjunto arraigado de creencias, consideraciones y certezas que
conforman nuestra manera de ver, recibir e interpretar todo lo que sucede a
nuestro alrededor. Esta base nos viene dada en función de las normas y
aspiraciones de la sociedad de la que formamos parte, de los valores –y
expectativas- familiares que hemos recibido, y de nuestra propia experiencia,
acumulada con los años. Este marco de referencia nos indica quién deberíamos
ser, y nos moldea para acercarnos lo máximo posible a ese ‘ideal’. El buen
hijo, el trabajador incansable, el padre respetado. Cada uno tiene el suyo
propio. Pero la realidad última es que todos llevamos grabada a fuego la idea de
quién tenemos que ser. Y en función de lo cercanos o lejanos que creamos estar
de ella, nos consideramos más o menos valiosos como seres humanos.
Sin
embargo, cada uno ocupa un lugar distinto en este mundo porque todos somos diferentes.
Lamentablemente, hemos dejado de valorar la singularidad en pro de lo
convencional, lo ‘normal’ y lo ‘previsible’. Apreciamos aquello que nos hace
parecidos, no aquello que nos diferencia de los demás. Además, tenemos
cierta tendencia a idealizar. Hasta el punto que muchas personas optan por la
ficción para establecer ese ‘índice de valor’, lo que prácticamente lo
convierte en imposible de alcanzar. No hay más que mirar a nuestro alrededor.
La mayoría de anuncios muestran a personas tan retocadas que no existen.
Aspiramos literalmente a un modelo de perfección falso, creado a golpe de
click. Es una realidad contra la que estamos condenados a chocar, lo que
conlleva toneladas de tensión y grandes dosis de estrés.
De
ahí la importancia de recordarnos de vez en cuando que nunca ha habido, hubo ni
habrá nadie que viva, experimente y sienta exactamente como nosotros.
Somos absolutamente singulares. Cada uno de nosotros está compuesto por una
serie de elementos comunes, pero la combinación es única en cada
ocasión. Es imposible realizar una comparación objetiva, porque no hay dos
seres humanos iguales. El sesgo está en nuestra mente. La adicción a la
comparación nos hace perder perspectiva, atrapándonos en una ficción en la que
siempre salimos perdiendo. Todos tenemos cualidades y carencias, pero
curiosamente estas últimas parecen pesar el doble en nuestra balanza.
Lo
cierto es que adaptarnos a nuestra propia exigencia puede resultar
muy difícil. Resulta más útil y constructivo empezar por redefinir lo que
auténticamente tiene valor para nosotros. Y para lograrlo tenemos que apostar
por conocernos mejor, descubrir quiénes somos, cuáles son nuestras singularidades y
capacidad de aportar valor añadido. Dejar de mirarnos en el espejo de los demás
y empezar romper la burbuja de la comparación, que nos aleja del mundo pero
sobretodo de nosotros mismos, de nuestro potencial y nuestra
verdadera esencia."
I tu, com portes les comparacions?
Ja sabeu, podeu dir la vostra!!!!
Us desitjo que tingueu molt bona setmana!!!
Cap comentari :
Publica un comentari a l'entrada